Lecturas favoritas

(una probadita)
El Otro

¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.


Rosario Castellanos

Capítulo 7

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.
 

Julio Cortázar

Rayuela

Alegría del cronopio

Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La Mondiale.

-Buenas tardes, fama. Tregua catala espera. -Cronopio cronopio? -Cronopio cronopio. -Hilo? -Dos, pero uno azul.

El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.

-Afuera llueve- dice el cronopio. Todo el cielo. -No te preocupes- dice el fama. Iremos en mi automóvil. Para proteger los hilos.

Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho. Además le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que sostiene contra su pecho los hilos -uno azul- y espera ansioso que el fama lo invite a subir a su automóvil.

Julio Cortázar

Historias de Cronopios y de Famas

Esta ternura
Esta ternura y estas manos libres,
¿a quién darlas bajo el viento ? Tanto arroz
para la zorra, y en medio del llamado
la ansiedad de esa puerta abierta para nadie.

Hicimos pan tan blanco
para bocas ya muertas que aceptaban
solamente una luna de colmillo, el té
frío de la vela la alba.
Tocamos instrumentos para la ciega cólera
de sombras y sombreros olvidados. Nos quedamos
con los presentes ordenados en una mesa inútil,
y fue preciso beber la sidra caliente
en la vergüenza de la medianoche.
Entonces, ¿nadie quiere esto,
nadie?

Julio Cortázar

Salvo el crepúsculo

Tu más profunda piel

Pénetrez le secret doré

Tout n’est qu’una flamme rapide

Que fleurit la rose adorable

Et d’toú monte un parfum exquis

Apollinaire. Les collines

  

Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía —sábelo, allí donde estés— es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacía de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves volcada, nuestro planeta más preciso fue ese donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido, de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada poza, cada río, cada colina y cada llano los ganamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos  de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.

Yo aprendía contigo lenguajes paralelos; el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lenguaje insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste: “Me da pena”, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias, que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en el que uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caídas desde lo alto o lo hondo, jinete o potro, arquero o gacela, hipógrafos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste: “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblar los brazos, murmurar mi último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me  devuelve tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alcanzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el paisaje hurtado y prieto que desde allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.

Con el perfume de tu boca del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, se que mi boca buscó la oculta boca entumecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mis más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne que oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No era sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en el que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu boca tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas.

En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

 

Julio Cortázar

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