Yo también le hago

...a la escribida

Perdida

Me perdí. Camino por sentidos contrarios buscando un lugar conocido.
Regresar a casa. Se hace tarde.
¿Cuánto tiempo desde que salí? ¿Dónde me equivoqué? Todas las esquinas que doblé girán a mi alrededor, cada una parecía inevitable, lógica, y ahora...
Tal vez, si cerrara los ojos, entonces estaría en casa, de regreso, donde sé dónde está cada cosa.
Podría detenerme ahora y esperar el día pero ¿si estoy caminando de espaldas al Sol?
Alargo mis pasos. Recuerdo lo que era cuando salí, cuando le sonreí a calles desconocidas, admirando ventanas, soñando con abrir puertas, saboreando el misterio de los callejones.
Me detengo, creo reconocer las baldosas, un árbol.
Dar vuelta a la derecha, ¿o a la izquierda? Estoy tan cerca. Algo me devora el estómago, humedece mis manos, ¿si me equivoco ahora?
Si gritara ¿me escucharías? ¿Me dirías cómo volver a casa? Te llamo. No hay respuesta. ¿Estaré tan lejos? Me siento absurda. ¿Será la calle la que se quedó en silencio?
Te extraño. Lo intento de nuevo. Si no hubiera salido. Es muy tarde.
Tal vez mis pies sepan algo que mi cabeza no entiende. Los dejo llevarme.
¿Podría vivir en estas calles? ¿Me olvidarías?
Ignoro el eco de mis pasos. Trato de pensar. El eco camina más rápido. Me detengo. Volteo. Eres tú. ¿Dónde estamos?, pregunto. Me devuelves la sonrisa y contestas: perdidos.
 

 

"Encantadora", dijo la serpiente mientras su abrazo rompía mi cuello.

 

 

Podría haber sido tu esclava
pero jamás de ti.
Derretirme en tu ternura
sólo para evaporarme en tus manos.
Estar para siempre contigo
en el beso furtivo y la llamada sorprendida.
Ser tuya para la eternidad
en el instante en que mi boca se llena de ti.

 

 

Corazón de melón

Empezó con la primera lamida. Me gustó su sabor. Lo besé. Latió entre mis dientes. Con la primera mordida un líquido tibio escurrió entre mis labios. Hubo un gemido que no me detuvo. Arranqué un pedazo pequeño, era dulce. Y me dejó hacer. Cada día un trozo que saboreaba durante horas en mi boca, mientras él hablaba, reía o me miraba. Pero se acabó y yo necesitaba ese sabor, esa textura, esa tibieza escurriendo de mi boca a mi garganta. Así descubrí que no todos saben igual. Este era como vino blanco, aquel como tamarindo, luego uno como chocolate con un toque picante. Y me dejaban hacer. Primero me acercaba a su mirada, luego a su piel y después me lo entregaban sin que yo lo pidiera. Creían conquistarme mientras yo sólo buscaba sabores nuevos, texturas distintas. Otros ritmos. Aquel lo devoré tan rápido que apenas pudo darse cuenta. A este me gustó recorrerlo con la punta de mi lengua y tomar sólo un poco cada vez. Hasta que encontré este con un dejo amargo como toronja. Después del banquete un cosquilleo recorrió mi cuerpo. Olvidé que hay hombres con el corazón envenenado. Ahora es muy tarde.

 

Polvo eres...

El calor surgió de su centro y la recorrió iluminándolo todo.  Al girar, observó a su alrededor. Todo se veía rojizo y polvoso. Estaba en el centro de un gran disco aplanado, como una bailarina de ballet con un enorme y rígido tutú. Se preguntaba que habría tras la nube de polvo que la rodeaba. Sospechó que muy pronto tendría respuesta. La nube fue alejándose mientras los granos de polvo del disco que la rodeaba chocaban entre sí, alejándose y uniéndose para hacerse cada vez más grandes. Pero aquello duraba ya demasiado tiempo y muy pronto se aburrió de verlo.

            Escudriñó con atención el cielo abierto. Aunque el polvo persistía, ahora podía ver más fácilmente a través de él. Había manchas brillantes y rojas por todos lados. Los tamaños de las manchas variaban: había muchas pequeñas y unas cuantas más grandes. Deseó entender por qué, y se concentró en contar y medir manchas. Por un rato olvidó el desastre que había a su alrededor.

            Cuando miró de nuevo al disco, los granos de polvo habían crecido muchísimo. Ocho de ellos llamaron su atención: los primeros cuatro eran pequeñas rocas casi esféricas, mientras que los siguientes eran enormes bolas de gas. Aún quedaban por ahí restos de aquella estorbosa nube que de vez en cuando chocaban con las ocho rocas, pero todo se veía mucho más ordenado.

            Mientras observaba el hermoso color azul de su octavo planeta se percató de algo maravilloso. Los finos granos de polvo que la rodearon hasta entonces habían desaparecido. El cielo era como un manto negro y las manchas se habían convertido en esferas de luz. Rojas, amarillas y azules. Las primeras eran unas cien veces más grandes que las amarillas y apenas alcanzaba a sentir su calor. Las azules eran mucho más calientes aunque un poco menos grandes. Las amarillas eran las más pequeñas. Miró su propia luz reflejada en los objetos que la rodeaban y se reconoció. Se lamentó por no tener el brillo de las azules o las rojas.

            De pronto observó un pequeñísimo trozo de hielo acercarse a ella. Una nubecilla brillante apareció alrededor del objeto y creció conforme se acercaba hasta convertirse en un enorme velo brillante que siempre apuntaba en dirección contraria a ella. Lo mejor fue descubrir que no era el único. Muchos de estos objetos se le acercaban, la rodeaban y regresaban a la obscuridad del espacio y desde allá volvían a surgir para empezar de nuevo el ritual.

            En una ocasión en que escudriñaba el horizonte buscando trocitos de hielo, encontró un objeto más que giraba  a su alrededor. No lo había notado antes porque era más pequeño que los otros ocho y estaba mucho más lejos. Era curioso, el  camino que seguía para girar en torno a ella era muy alargado, mientras que los otros ocho objetos tenían rutas casi circulares. Además, su camino estaba entrelazado con el del octavo objeto, de manera que, a veces, el octavo era el noveno y viceversa. Tal vez no lo había visto antes porque no estaba allí cuando se formaron los demás.

            El asunto le hizo recordar su nacimiento, el disco de polvo y el cielo rojizo, ¿cuánto tiempo había pasado desde entonces? Quizá cinco mil millones de años. Ahora se sentía con más energía que en aquellos primeros días, incluso iluminaba un poco mejor todo lo que la rodeaba y podía observar mejor a las cosas que giraban a su alrededor. Eran curiosas. Demasiado grandes para ser granos de polvo y muy pequeños para ser como ella. ¿Cómo llamarles? ¿Planetas?

            El primero tenía una superficie llena de cicatrices redondas. El segundo y el tercero eran tres veces más grandes que el primero y se parecían mucho entre sí, incluso en sus nubes blancas sobre un fondo azul. Alrededor del tercero giraba otro objeto que tenía casi el mismo tamaño del primer planeta. El cuarto era rojo y también poseía dos pequeños objetos girando a su alrededor, pero estos estaban muy lejos de ser esféricos, más bien le recordaban a aquellas otras piedras deformes que se encontraban un poco más allá.

            El quinto planeta era el más grande de todos: tenía franjas de colores que formaban rizos en sus costados. Su enorme tamaño, su lunar rojo y el séquito de objetos que lo rodeaban lo hacían especial. Aunque el siguiente planeta también tenía su encanto. Era un poco más pequeño que el quinto y no tenía tantos colores, pero a cambio poseía delgados anillos girando a su alrededor. Le gustaba mirarlos de lado, para comprobar que desaparecían de su vista. Así de delgados eran. Los siguientes dos eran casi del mismo tamaño: el séptimo tenía un color café bastante aburrido, así que saltó al octavo que tenía un brillante color azul. Del noveno prefirió no acordarse.

            Más allá los enormes globos se habían convertido en puntos de colores sobre el fondo negro. Entonces sucedió algo sorprendente: uno de aquellos puntos se volvió más brillante que todos los puntos luminosos juntos y luego se extinguió dejando en su lugar una nube sin forma. Algo la estremeció por dentro, si ella era como los demás puntos de luz, ¿le sucedería lo mismo?

            Sus cavilaciones no duraron demasiado, pues el tercer planeta también le estaba dando sorpresas. Primero fueron pequeños objetos que giraban alrededor del planeta. Algunos regresaban a él pero otros se quedaron dando vueltas sin parar. Eso no fue todo. Salieron otros que recorrieron los demás planetas y en ocasiones se posaron sobre ellos.  Incluso algunos se acercaron a ella y fue así como logró verlos mejor. Eran extraños. No tenían la redondez de los planetas ni la deformidad de los trocitos de hielo. Además no todos eran iguales. Había combinaciones de formas cúbicas, alargadas, planas y circulares. Durante un buen rato se divirtió imaginando cómo sería el próximo artefacto hasta que dejaron de aparecer.

            Trató de imaginar qué había pasado cuando comenzó a sentir los primeros síntomas. Su piel era menos caliente. Se preguntó si tendría que ver con que le quedaban apenas unos miles de años para cumplir los diez mil millones. Sospechó que algo malo sucedía cuando vio salir un artefacto cilíndrico del tercer planeta. Era mucho más grande que los anteriores. Se encaminó hacia el quinto planeta, le dió media vuelta y se perdió en la obscuridad del espacio. Ahora más que nunca quiso verlo regresar.

            El tiempo se volvió una tortuosa espera, mientras algo en su interior se encogía y enfriaba. Su piel, antes amarilla, se hinchó volviéndose roja. El primer y el segundo planeta ahora estaban dentro de ella. Luego alcanzó al tercero que sintió como una gota de agua en su piel y como tal se evaporó.

            Lo peor llegó después. Su centro volvió a encenderse, pero el calor se quedó aprisionado. Finalmente logró escapar, golpeándola mientras buscaba la salida. Sintió que volaba en pedazos y deseó que aquello terminara pronto. Así fue. Cuando recobró la conciencia el calor recorría suavemente su cuerpo. Nada en ella se contraía y su piel dejó de crecer. Pero la calma no duró mucho. Aquello se repitió en varias ocasiones aunque, afortunadamente, con menos violencia.

            Mientras tanto, su piel se separaba formando una gran esfera de borde brillante. De ella sólo quedó una esfera blanca. Se preguntó que pasaría después. Habían pasado cien mil años desde aquella primera sacudida y ahora todo volvía a estar tranquilo. Tal vez demasiado. Extrañaba los trocitos de hielo y los artefactos del tercer planeta. 

            Aunque emanaba más calor que nunca antes en su vida era mucho más pequeña que cuando había nacido. También brillaba menos y estaba cansada. Lo único que hacía ahora era observar su piel alejarse cada vez más. Ya no se hacía preguntas. Sólo flotaba en la negrura. Dormía.

            Sintió el polvo sobre su rostro y despertó. A su lado pasó una enorme nube, muy parecida a la que le había dado origen. Había algo familiar en esa maraña de gas y polvo. Era algo más que haber nacido en un lugar semejante. Entendió todo mientras sentía el calor de una recién nacida saliendo del polvo. La nube estaba hecha de lo mismo que su piel perdida. La muerte cobraba sentido. Ahora podía dormir para siempre

 

 
  La burbuja

Cinco minutos antes de las cuatro. Faltan dos cuadras para llegar a la parada del camión, apresuras el paso, deseando que el autobús no llegue antes de la hora. La parada ya está a la vista y sonríes al ver que en ella están todos los que toman el autobús a las cuatro y alguien que apareció entre ellos desde hace dos días. Nada  tiene de especial, excepto por que nunca antes había estado ahí. Llegas a la parada. El camión está muy cerca. Después de subirte a él todo es como siempre: media hora de mirar caras semiconocidas y de tratar de adivinar, en que se distraerán mientras viajan callados mirando a los demás.

 Tres y cuarto. Hoy has salido tarde del trabajo. Será  una hora exacta hasta el centro, es curioso que no hayas podido resignarte a la puntualidad de este país ajeno. En México tendrías la esperanza de que el camión viajara más rápido y podrías llegar a tiempo para tomar el de las cuatro en el centro. Claro que en México nunca hay un autobús de las cuatro, donde te sonríe el mismo chofer y puedes escudriñar a las mismas personas. Así que estás segura que en la parada del autobús no te esperan los de siempre. Mientras caminas de una parada a otra imaginas a los rostros de las cuatro, mirándose entre sí, y te preguntas si alguien habrá notado tu ausencia.

 Las cuatro en punto. En este país tan predecible algo extraño ha pasado hoy. El camión casi desborda a las personas por ventanas y puertas. No has podido sentarte y es casi seguro que no lo harás durante la hora de viaje al centro. Llegas agotada y caminas hacia la otra parada, donde te espera la calidez de lo conocido. Los cabellos de las chicas que pasan a tu lado se mueven como si hubiera viento, pero tú no sientes nada. El aire parece esquivarte. Reacomodas tu pelo, esperando sentir sus mil lenguas en tu cuello, pero nada. La parada está a la vista. Tienes la sensación de que alguien te espera. Tal vez es el cansancio. Los rostros de las cuatro parecen sonreir al verte llegar, pero tú solo observas el del chico que apareció hace unos días entre ellos. Debe tener uno o dos años mas que tú. Notas su cabello tan quieto como el tuyo. El camión ha llegado. Aquí no hay empujones, la gente se forma y mira donde pone los pies.

 Cuarto para las tres. Hace tiempo que no sales tan temprano del trabajo como hoy. Llegas al centro al cuarto para las cuatro. En la parada faltan varios rostros, entre ellos el del chico que ha llamado tu atención. Uno de los rostros se acerca a ti; te pregunta la hora y luego un cuestionario estratégicamente pensado. De nada sirve contestar con monosílabos, el rostro sigue ahí, buscando algo debajo de tu ropa. Su voz se oye como si viniera de una caverna. Por fin, el rostro se calla. Escuchas claramente los pasos de alguien que se acerca: es el chico nuevo. Has decidido llamarlo así por que, desde hace seis meses, no había un rostro rutinariamente nuevo esperando el camión de las cuatro. Lo miras solo de reojo por que sabes que él te está mirando. El camión aparece frente a ti, te sorprende. Es curioso que no hayas oído el motor. Analizas el autobús para ver si es un nuevo modelo silencioso, pero te das cuenta que es el mismo de siempre.

 Casi las cuatro. El chico nuevo lleva una semana tomando el camión de las cuatro. Esta vez lo acompaña un rostro con más edad que él. Por primera vez escuchas su voz, se oye tan familiar, como todo lo que hay en esa parada a las cuatro de la tarde. Al subir al camión, intentas quedar cerca de él, pero no es posible, sin embargo, su voz te llega igual. No sucede lo mismo con la voz de su acompañante, que se envicia con los ruidos de la calle. El viaje resulta interesante. El habla de sus hermanos, de su madre, del trabajo. Sientes como si platicara contigo, pues mientras lo hace, te observa. Por eso no te has atrevido a verlo en todo el viaje. Cada vez que volteas te encuentras con su mirada que te esquiva y se dirige a su acompañante. El chico nuevo baja en la parada siguiente y durante diez minutos, debes conformarte con observar el paso de árboles, automóviles, esquinas y rostros.

 Cinco para las cuatro. Te vas acercando a la parada del centro. Un olor a galletas llena el aire. Al llegar te das cuenta que el chico nuevo trae dos enormes bolsas llenas de cajas. En vez de tapa, cada una está cubierta con papel celofán y que te deja ver su contenido. Galletas. El chico nuevo platica con el mismo rostro de ayer, explicándole que cada semana lleva a su casa una cantidad semejante de galletas. Un aire cálido te rodea. Es agradable oir que alguien tan joven se ocupe de esos detalles. Tú harías algo semejante si tu familia estuviera aquí. Algo se desencadena en ti. Durante el camino a casa ves pasar los recuerdos de tu niñez, tu país, los rostros que viven en ti.

 Cinco para las cuatro. Hace unos días te diste cuenta. No era normal que el aire te esquivara y que las galletas fueran tan olorosas. Es la burbuja. Las paredes de la burbuja se hacen mas gruesas y los sonidos de la calle se atenúan. Sucede lo mismo que otras veces, tú lo miras cuando el no te ve y luego al revés. Te das cuenta que no puedes describir su rostro. El camión está frente a ti y lentamente caminas hacia la puerta. No es necesario estar cerca del chico nuevo. Están solos dentro de la burbuja.

 Las tres en punto. Es muy difícil que alcances el autobús de las cuatro en el centro. Cada quince minutos miras el reloj. Te inunda la misma ansiedad de quien sabe que llegará tarde a una cita importante. Arribas al centro y caminas lo más rápidamente posible. Te tranquilizas cuando los ruidos comienzan a alejarse. Las cuatro con dos minutos. Solo una cuadra más. El camión ya está en la parada. Solo tienes que cruzar la calle, pero es imposible pasar sobre los autos. Poco a poco los ruidos van acercándose. Te rodean. La burbuja se hace demasiado larga y finalmente caen sobre ti. El autobús se ha ido.

 Llegas a tiempo a la parada del centro. Los ruidos y el viento no te tocan. El camión se ha retrasado cinco minutos. Algunos de los rostros se preguntan que estará sucediendo. A ti no te importa el retraso, por que estás disfrutando de una mirada del chico nuevo. Es la única mirada extraña que te produce placer. Otras solo escudriñan tu blusa o tus labios. A veces a la mirada le sigue la voz, ambas te analizan y te califican. Siempre haces todo lo posible por entorpecer la prueba y reprobar. La vista del chico nuevo busca bajo tus pestañas y acaricia tu pelo. El camión lleva veinte minutos de retraso y la parada se ha convertido en un mar de rostros. Hay otro autobús a las cuatro y media, que no tardará en llegar. A las cuatro y veinticinco llega el camión de las cuatro. El de las cuatro y media viene unas cuadras atrás. Esperas a que el chico nuevo decida que camión tomarán. Ya están arriba. Hay demasiada gente y lo pierdes de vista. El mar de rostros se diluye un poco y alcanzas a verlo cuando faltan dos paradas para que baje. Te acercas a la puerta de salida para sostenerte mejor y poder guardar el monedero que has aprisionado en tus manos durante todo el viaje. El monedero cae en el momento justo que la burbuja comenzaba a alargarse. El chico nuevo se acerca y lo levanta. Sonríes. Por primera vez sus ojos se encuentran. La explosión es inevitable. El viento vuelve a presionarte y los ruidos citadinos golpean tus tímpanos. La burbuja se ha roto. Es imposible dar las gracias, sigues mirando sus ojos sorprendidos. Tus mejillas se incendian mientras su rostro se aleja desde la banqueta.

 Cinco minutos antes de las cuatro. Caminas lentamente hacia la parada del centro. Miras el reloj y te detienes a ver un escaparate. Continúas tu camino. Las cuatro en punto. El autobús ya está en la parada, a dos cuadras de distancia. Sigues caminando despacio, disfrutando el viento. El motor del camión se despide de ti. Te detienes. Tu mirada sigue al autobús que no volverás a alcanzar.

 Agosto, 1994

 

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